“Sos algo más que un buen mozo”, decía.
“Sos un muchacho interesante y profundo, aparte de que tenés un tipo muy
raro.”
—Sí, por supuesto —admitía Martín, sonriendo con amargura, mientras
pensaba “ya ves que tengo razón”—, porque todo eso se dice cuando uno no es
un buen mozo y todo lo demás no tiene importancia.
“Pero te digo que esperes”, contestaba con irritación. “Sos largo y angosto,
como un personaje del Greco.”
Martín gruñó.
“Pero callate”, prosiguió con indignación, como un sabio que es
interrumpido o distraído con trivialidades en el momento en que está a punto de
hallar la ansiada fórmula final. Y volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo,
como era habitual en ella cuando se concentraba, y frunciendo fuertemente el
ceño, agregó:
“Pero, sabes: como rompiendo de pronto con ese proyecto de asceta español
te revientan unos labios sensuales. Y además tenés esos ojos húmedos. Callate,
ya sé que no te gusta nada todo esto que te digo pero déjame terminar. Creo que
las mujeres te deben encontrar atractivo, a pesar de lo que vos te supones. Sí,
también tu expresión. Una mezcla de pureza, de melancolía y de sensualidad
reprimida. Pero además... un momento... Una ansiedad en tus ojos, debajo de
esa frente que parece un balcón saledizo. Pero no sé si es todo eso lo que me
gusta en vos. Creo que es otra cosa...
Que tu espíritu domina sobre tu carne, como si estuvieras siempre en posición
de firme. Bueno, gustar acaso no sea la palabra, quizá me sorprende, o me
admira o me irrita, no sé... Tu espíritu reinando sobre tu cuerpo como un
dictador austero.